Hoy, el invierno ha entrado por la ventana de la cocina de una ventolada de aire frío. Se parecía a ti: llevaba el gorro negro que lucías la primera vez que te vi y unos tejanos con deportivas; se reía de la misma forma en que te ríes tú cuando hacemos el amor; traía consigo las llaves de un coche viejo lleno de ganas de hacer un viaje express a París.
Al instalarse en el sofá de los porros, del sexo con prisas, de las tardes de lluvia, me ha hecho un huequecito a su lado y me ha pedido que me sentara junto a él. Le he hecho caso porque me recordaba a la vez en que me enamoré de ti, cuando todavía no escribía poemas y actuaba tan infantil como siempre. Entonces, posando su brazo derecho sobre mis hombros, en un intento frustrado de abrazarme para intentar detener los versos sin rumbo con dirección trágica que estaba a punto de pronunciar, solo entonces me ha dicho que había llegado para quedarse. Decía también que me echaba de menos, que ya se había aburrido de los calendarios de siempre y que era hora de cambiar. Por un instante me reí: la situación me recordaba a Juego de Tronos, por más absurdo que pudiera parecerle. Acto seguido, mi risa cedió para dar paso al abismo del frío que empezaba a sobrecogerme: el invierno está dispuesto a quedarse.